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Domingo XXVII Tiempo Ordinario (Ciclo C) 

El don de la fe es una gracia sobrenatural, un regalo del cielo que nos permite «ver» algo que no veíamos, de tal modo que llena la vida de sentido.

Existe una fe natural, fruto de una experiencia universal que todos tenemos: es imposible vivir del control total de todo. Así que nuestra respuesta coherente es la confianza, es decir «tener fe con» algo determinado que en realidad no conocemos perfectamente. Un niño hace un acto de fe en que su madre no le ha metido cianuro en el sandwich, o su padre le va a coger cuando se tire desde un muro de un metro de alto (o de diez, si los padres se despistan…). O, por ejemplo, al coger un avión, hacemos un acto de fe en el piloto, en los de mantenimiento, etc. Nadie cogería un avión que se va a estrellar. Confiamos…, y rezamos, que es lo natural, pero en realidad nunca sabes lo que va a pasar. La vida humana sería inviable sin la confianza.

El evangelio es el anuncio de un mundo novedoso para nosotros, pero en realidad muy deseado por nuestro corazón de modo natural, pero sólo presente en los mitos, leyendas y películas de ciencia ficción: una vida eterna, plena, llena de amor, aventuras, y diversión de la buena. Pero ese anhelo termina cuando llega Cristo: de pronto, con Jesús, sucede que el mito y la leyenda se quedan vacíos porque Él mismo no es ni un mito ni una leyenda, sino un hombre que habla, que propone un mensaje. Pero además de su naturaleza humana, hay algo mucho más allá, inesperado, intuido, que nos mantiene en incertidumbre.

La predicación es el instrumento a través del cual Jesús de Nazaret nos da su Espíritu Santo y nos hace hijos de Dios Padre. Ese don maravilloso viene de lo alto. Empezamos a ver aquello que se ocultaba a los ojos: su divinidad. Y con su divinidad, nos da precisamente esa vida a lo grande que anhelamos.

Primero es la predicación y, fruto de la predicación, el don de la fe. Dicho don sobrenatural, no obstante, requiere de nuestra correspondencia y cuidado: el Señor cuenta siempre con nuestra respuesta libre a aquello que cada día nos da. Y cada día debemos hacer la misma petición: «Auméntanos la fe». Y, de la mano de la fe, con el atrevimiento de quien sabe que un Corazón divino da sin medida, pedimos la esperanza y la caridad.

Ojalá escuchemos hoy y mañana y pasado la voz del Señor y no endurezcamos nunca nuestro corazón. Perseveremos y no nos avergoncemos del testimonio de nuestro Señor.